Antoine D. Chasse
Para: Ileana y los chicos de la “Claudia” que pusieron esta historia en mi cabeza hace muchos años...
Cómo es posible que nadie te cuente y
te diga que son los sueños los que soportan la vida…
Los Suaves
Aquel fue un increíble otoño. Se sentía esa pesada humedad en el aire, el viento hacía revolotear las hojas secas por todas partes y ahí me encontraba yo, en mis adorables 13 años, sin preocupaciones de nada. Lo único que me afligía era ir a casa de Monica a armar un enorme rompecabezas de globos de colores flotando sobre un prado, el más grande que había visto en mi vida. Tres mil piezas eran muchas para mi cabeza. Por suerte, todas las tardes, como feligreses de una religión, con los amigos del vecindario nos reuníamos alrededor de la mesa del comedor para ir armando poco a poco lo que sería el logro de nuestras vacaciones. Al fondo sonaba la música de Guns n`Roses una y otra vez. Incontables horas de risas nos acompañaron en esas tardes. Las cosas importantes no solo son las más difíciles, a menos que tengan más de tres mil piezas, claro está.
Admito que eran tiempos difíciles, pues empezábamos a distinguir a los chicos de las chicas, sobre todo por el crecimiento de nuestros pechos… En unas más que en otras. Pero aún era posible jugar juntos al fútbol, hacer carreras en el parque, subirnos a los árboles o, por qué no decirlo, jugar a la lucha libre en la cama, una actividad en la cual yo me sentía especialmente orgullosa, pues era la única chica que había conseguido diez victorias consecutivas sin ser tumbada o pedido clemencia. ¡Ja! Era una máquina haciendo llaves.
Con los vientos llegó algo muy esperado por todos. ¡¡Halloween!! Una ocasión para ponerse un disfraz. Aunque yo siempre quería ser la enérgica y peleonera Sayaka, mi madre nunca me dio ese placer.
Decía:
-Virginia, por el amor de Dios, como vas a ir por ahí con esas fachas de chinos.
-Que no son chinos mamá, son japoneses.
-Pueden ser marcianos, pero así no sales.
Resignada a mi destino no había nada que me alegrara más las vacaciones, al final cada quien ve en las sombras lo que quiere ver, y yo era una Sayaka perfecta aunque llevara una corona con estrellas y un lazo dorado.
Los días pasaban rápidamente entre todas las preparaciones y el rompecabezas.
La tarde de Halloween llegó. Emocionados, decidimos dar un paseo en bici antes de ir cambiarnos para la noche más esperada. En esos tiempos los niños aún podían salir a dar un paseo en bici sin miedo a que te la robaran en la esquina, o de ser asaltados para quitarte un móvil..
De repente se sintió el silencio antes de la tormenta. El aire se hizo más frío y decidimos irnos a casa. Oscurecía y estábamos cansados. Curiosamente, Juan Carlos y yo nos quedamos atrás del grupo. La noche de Halloween las familias cenan temprano. Podían verse las luces prendidas al interior de las casas y desde las calles vacías. En ese momento fue la primera vez que sentí un ambiente de complicidad de algo que no comprendía. Había una malicia inocente de niños jugando a ser amigos perfectos. Que un chico y una chica se hagan buenos amigos a esa edad comienza a volverse una de las tareas más difíciles en el mundo. Yo, que era muy nerviosa, siempre tenía un chupete en la boca. Juan Carlos me miró de manera muy curiosa y me pregunto:
-¿A qué sabe tu dulce Virginia?
-... A fresa…
-Me encantaría probarlo, ¿sabés?
En ese momento quise volverme transparente. Buen momento para que mi ángel de la guarda dejara de montar guardia. Sin saber qué decir me saqué el chupete de la boca y se hizo un silencio tenso por un segundo. Los pedales se detuvieron.
-¿Quieres probar? -le pregunté.
Juan Carlos se presionó las sienes con las llemas de los dedos y se acercó sin mediar más palabra.
El aire se calentó tanto como para hacer hervir el mar. Un sentimiento desconocido empezó a fluir quemando absolutamente todo.
Cuando lo recuerdo me doy cuenta que la soledad no es sólo la ausencia de alguien sino más bien la falta de comprensión, y él me comprendía.
La lluvia empezó a caer como el aire había anunciado. Pedaleamos a casa a toda velocidad.
Más noche, cuando escampó, nos encontramos todos, gritamos, tiramos huevos y reímos hasta pasar por cada una de las casas de la colonia, fuimos donde Mónica y terminamos el rompecabezas. Aquellos globos volaban llenando el cielo. Nos miramos sigilosamente un par de veces, mientras poníamos las últimas piezas.
Mi último Halloween de niña terminó en casa desajustando unas botas rojas y una corona con estrellitas, y entendí que hay muchas formas de vivir y morir, pero que vivir sin duda cuesta mucho más que todo lo demás…