viernes, 31 de octubre de 2014

Globos

Antoine D. Chasse
Para: Ileana y los chicos de la “Claudia” que pusieron esta historia en mi cabeza hace muchos años...
Cómo es posible que nadie te cuente y
te diga que son los sueños los que soportan la vida…
Los Suaves
Aquel fue un  increíble otoño. Se sentía esa pesada humedad en el aire, el viento hacía revolotear las hojas secas por todas partes y ahí me encontraba yo, en mis adorables 13 años, sin preocupaciones de nada. Lo único que me afligía era ir a casa de Monica a armar un enorme rompecabezas de globos de colores flotando sobre un prado, el más grande que había visto en mi vida. Tres mil piezas eran muchas para mi cabeza. Por suerte, todas las tardes, como feligreses de una religión, con los amigos del vecindario nos reuníamos alrededor de la mesa del comedor para ir armando poco a poco lo que sería el logro de nuestras vacaciones. Al fondo sonaba la música de Guns n`Roses una y otra vez. Incontables horas de risas nos acompañaron en esas tardes. Las cosas importantes no solo son las más difíciles, a menos que tengan más de tres mil piezas, claro está.
Admito que eran tiempos difíciles, pues empezábamos a distinguir a los chicos de las chicas, sobre todo por el crecimiento de nuestros pechos… En unas más que en otras. Pero aún era posible jugar juntos al fútbol, hacer carreras en el parque, subirnos a los árboles o, por qué no decirlo, jugar a la lucha libre en la cama, una actividad en la cual yo me sentía especialmente orgullosa, pues era la única chica que había conseguido diez victorias consecutivas sin ser tumbada o pedido clemencia. ¡Ja! Era una máquina haciendo llaves.
Con los vientos llegó algo muy esperado por todos. ¡¡Halloween!! Una ocasión para ponerse un disfraz. Aunque yo siempre quería ser la enérgica y peleonera Sayaka, mi madre nunca me dio ese placer.
Decía:
-Virginia, por el amor de Dios, como vas a ir por ahí con esas fachas de chinos.
-Que no son chinos mamá, son japoneses.
-Pueden ser marcianos, pero así no sales.
Resignada a mi destino no había nada que me alegrara más las vacaciones, al final cada quien ve en las sombras lo que quiere ver, y yo era una Sayaka perfecta aunque llevara una corona con estrellas y un lazo dorado.
Los días pasaban rápidamente entre todas las preparaciones y el rompecabezas.
La tarde de Halloween llegó. Emocionados, decidimos dar un paseo en bici antes de ir cambiarnos para la noche más esperada. En esos tiempos los niños aún podían salir a dar un paseo en bici sin miedo a que te la robaran en la esquina, o de ser asaltados para quitarte un móvil..
De repente se sintió el silencio antes de la tormenta. El aire se hizo más frío y decidimos irnos a casa. Oscurecía y estábamos cansados. Curiosamente, Juan Carlos y yo nos quedamos atrás del grupo.  La noche de Halloween las familias cenan temprano. Podían verse las luces prendidas al interior de las casas y desde las calles vacías. En ese momento fue la primera vez que sentí un ambiente de complicidad de algo que no comprendía. Había una malicia inocente de niños jugando a ser amigos perfectos. Que un chico y una chica se hagan buenos amigos a esa edad comienza a volverse una de las tareas más difíciles en el mundo. Yo, que era muy nerviosa, siempre tenía un chupete en la boca. Juan Carlos me miró de manera muy curiosa y me pregunto:
-¿A qué sabe tu dulce Virginia?
-... A fresa…
-Me encantaría probarlo, ¿sabés?
En ese momento quise volverme transparente. Buen momento para que mi ángel de la guarda dejara de montar guardia. Sin saber qué decir me saqué el chupete de la boca y se hizo un silencio tenso por un segundo. Los pedales se detuvieron.
-¿Quieres probar? -le pregunté.
Juan Carlos se presionó las sienes con las llemas de los dedos y se acercó sin mediar más palabra.
El aire se calentó tanto como para hacer hervir el mar. Un sentimiento desconocido empezó a fluir quemando absolutamente todo.
Cuando lo recuerdo me doy cuenta que la soledad no es sólo la ausencia de alguien sino más bien la falta de comprensión, y él me comprendía.
La lluvia empezó a caer como el aire había anunciado. Pedaleamos a casa a toda velocidad.
Más noche, cuando escampó, nos encontramos todos, gritamos, tiramos huevos y reímos hasta pasar por cada una de las casas de la colonia, fuimos donde Mónica y terminamos el rompecabezas. Aquellos globos volaban llenando el cielo. Nos miramos sigilosamente un par de veces, mientras poníamos las últimas piezas.
Mi último Halloween de niña terminó en casa desajustando unas botas rojas y una corona con estrellitas, y entendí que hay muchas formas de vivir y morir, pero que vivir sin duda cuesta mucho más que todo lo demás…



 

martes, 8 de abril de 2014

Caída


Antoine D. Chasse
Ilustración de: Margo Oliva Climent

Fly, on your way, like an eagle
Fly as high as the sun,
On your way, like an eagle,
fly and touch the sun.
Flight of Icarus (Iron Maiden)


Planeábamos desde hace meses salir de la ciudad a darnos otro aire. Finalmente lo conseguimos. No fue tarea fácil ya que Juan Carlos trabaja como esclavo en el hostal del centro donde nos quedamos recién llegados. La gerente del hostal le dio oportunidad de trabajar por la cama, repartiendo publicidad en las estaciones de tren, y luego empleo como recepcionista porque sabía inglés. Yo conseguí un trabajito en un café en un barrio a las afueras de la ciudad, donde hasta ahora trabajo como camarera por las noches. Un fin de semana libre es impensable, esos días son lo que más se trabajan.


Después de seis meses lo logramos. Hicimos horas extra, no tuvimos día libre un par de semanas y arreglamos tener ese bendito fin de semana libre juntos. Dada nuestra condición legal tampoco se puede ir haciendo lo que uno quiere, pero en parte fue gracias a Sonia, mi compañera del café, que aceptó cubrirme esos días. Pensamos a veces en lo que dejamos atrás para estar aquí, pero mirar hacia atrás es quedarse en silencio.


Hacía un sol radiante el sábado por la mañana. El viaje duraría más o menos una hora y media. El autobús avanzaba con ese falso confort que más bien marea, balanceándose de un lado a otro, como quien se mece en una hamaca gigantesca. Mirando el Mediterráneo hablábamos de falsos recuerdos que nos protegían de nuestro pasado. Cerca de nuestros asientos estaban tres señoras entradas en años, todas pintarrajeadas, con unas tetas que en su tiempo seguramente movían el mundo, pero ahora las tenían sostenidas hasta el cuello en unos escotes exuberantes.
-- Virginia, mira esas tetas, son elásticas -me dijo-
Mientras reíamos con lágrimas en los ojos escuchamos el chillido de las llantas del autobús. El gigante de metal se salió del curso de la carretera elevada sobre el mar y rompió la valla de seguridad.


Me vi cayendo junto al hombre que me enseñó a dar silencio por amor. El cuerpo se me llenó de una fiebre un poco ambigua. Los pasajeros dieron un grito al unísono como coreando un gol y de repente todo se volvió borroso. Sentí curiosidad en estado puro por saber qué pasaría, pero al mismo tiempo el aire se me escapaba. Vi a mi padre sonriendo en el aeropuerto con cara de hacer lo correcto diciéndome que todos tenemos la necesidad de transformarnos. La luz del sol dejó de quemarme las pupilas, los sentidos se fueron apagando. Pensé en esas palabras que no sirven de nada, como “libertad”, y que comprendí hasta llegar aquí. Había entendido que su significado consiste en poder decidir hacer o no hacer nada. Nunca fui libre antes, en realidad. Recordé a mi hermana a la cual le gustaba que le tocaran la flauta antes de comer o si no, no comía; mis discusiones con Juan Carlos al cual buscaba con frenesí con la mirada, y que tantas veces me dijo que no siguió el consejo de sus padres de no enamorarse de una mujer que viaje o escriba, cosa que nunca entendí. Nuestro problema siempre fue que le no hablaba de los problemas. Supe que aquí donde nadie te conoce es más difícil pasar desapercibido, pero más fácil que nadie te recuerde.


Seguramente él se salvará -pensé- siempre fue un gran nadador por eso del surf. Volví a buscarlo con la mirada y no lo encontré a mi lado.


Sabía que no pensaría en volver por mi, que siempre dijo que dormido podía encontrar el valor que no encontraba en la calle. Ahora tengo miedo de tanta libertad, como Ícaro que voló libre para llegar al sol y sus alas se convirtieron en cenizas.  


Me di cuenta que el amor nace de la sugestión, que lo creamos a base de mentiras y se convierte en verdad.
-- Sí -me dije- no volverá por mi, el hombre es tan anti natural en todo  lo que hace, menos en el miedo.


Me dejé a mi suerte, bajé los brazos, dejé de buscarlo con la mirada, expulsé las últimas burbujas de aire que tenía en los pulmones, como perlas en medio de la luz tenue…


--Virginia -escuché- ¡Virginiaaa!


Abrí los ojos, y lo vi tirando un extintor al cristal trasero del autobús, me cogió de la mano y gritó: -¡Corre!-
Corrí de su mano mientras el autobús empezaba a caer. Al llegar cerca del cristal medio roto me envolvió en sus brazos tatuados y saltó fuera conmigo pegada como una garrapata. Caímos en el pavimento de la calle, mientras el autobús salió de la carretera. Escuchamos el estruendo cuando se estrelló en el mar.
Abrazados aun le pregunté
--¿No habiamos caido aun?
-- No -respondió- has cerrado los ojos un segundo.  
Mientras seguíamos en medio de la carretera, medio ensangrentados, mirando el Mediterráneo, abrazados, me di cuenta que también el tiempo era elástico y que Ícaro se equivocó de libertad.

martes, 7 de enero de 2014

El Frijol



Antoine D. Chasse

A Juan Carlos y El Frijol inmortal por aquellos tiempos sin precedentes

Hace un año exactamente nos robaron el Frijol, aquel Toyota año 81 bautizado así por su color ocre opaco que no podía hacerte recordar nada más que eso: un frijol. Virginia fue quien al verlo le puso el nombre y yo no pude resistirme. Ella brincaba de contenta la mañana que lo lleve a casa. Era nuestro primer coche. Desde que nos mudamos a aquel apartamento pequeño y cálido no habíamos adquirido nada, por lo tanto el carro tenía un enorme valor sentimental. Apenas comenzaba nuestra relación llena de miedos entre Virginia y yo.  Ella siempre decía: “Yo vivo en un tiempo diferente al tuyo Juan Carlos”. A pesar de nuestra diferencia de tiempo y espacio un buen día  nos pasamos a vivir juntos. Al mes llegó el Frijol.

El Frijol se convirtió en parte de nuestra extraña familia y las aventuras comenzaron. No habia viernes que el carro no se viera por ahí, mal parqueado, cerca de un bar. Virginia amaba manejarlo. En él aprendió a manejar. La dosis semanal de los domingos por la mañana eran las clases de manejo. A pesar de que se le atascaba en segunda parecía que ella y él tenían una sincronía total. Al poco tiempo ya eran uno y no había quien la quitara del volante.

Le montamos rines plateados y llantas anchas para simular que era un bólido, aunque estaba claro que si lo acelerábamos a más de 100 km/h la cosa podría complicarse. Eso si no había quien le ganara en la salida. Recuerdo muy bien una noche. Volvíamos de nuestra ronda de bares del fin de semana y nos encontramos con nuestro reto de la noche, un Honda Prelude. Virginia aceleró para tentarlo a la carrera, y el del Prelude respondió sin dudar. La luz cambió a verde y las llantas chillaron. Aquellos tres segundos de victoria entre gritos eufóricos fueron eternos... Claro, después de eso el Prelude sacó toda la ventaja, pero ya no nos importaba, le habíamos ganado por tres segundos inmortales, que nadie creía, como muchas cosas que parecen increíbles en ese país, pero nosotros habíamos sido testigos y eso era lo único que nos importaba.

Hacer eso cada fin de semana por la noche era una traición al deseo mismo: saber que puedes correr durante unos segundos y tener la victoria en tus manos; eso era un reflejo de nuestras expectativas: duraban sólo segundos.

En aquellos días éramos capaces de tener un ojo abierto y otro soñando, salir por las calles en un auto para cinco y de repente hacer entrar a diez, escapar de los retenes, no tener nunca conductor asignado, manejar con el brazo con yeso con la música alta y regresar a casa a salvo. El Frijol nunca falló, sabía el camino correcto. A través de los cristales todo al fondo parecía estar hecho un sketch a lapiz que se deformaba y se movía con el viento.

Cuando esa mañana del 31 de diciembre salí  a comprar el pan nunca me imaginé que todo terminaría tan pronto. Mientras esperaba el cambio de luces en un semáforo, un par de ladrones armados se acercaron y me pidieron que me bajara del Frijol y dejara las llaves puestas. No podía creerlo, los latidos de mi corazón iniciaron una escaramuza, una confusión de ritmos. Intenté tragarmelos, aunque el sabor a corazón no es muy agradable. Bajé del coche y vi como se llevaron con él, el poco amor que me quedaba por el país que me vio nacer. Volví a casa andando sin el pan y sin el Frijol. Virginia aun en esas pijamas infantiles que tanto le gustan hasta hoy, me abrazó y me dijo: “Nos vamos de aquí, no se cómo, pero nos vamos”. Un mes después dejamos el país de las playas con arena negra, los vendedores de mango en las esquinas y  los call centers llenos de profesionales. El destino era imposible de cambiar. Quedarse era como dejar de saltar y morir.